sábado, 8 de septiembre de 2012

En ruínas


En las calles, el polvo que el desfile había levantado se mezclaba con el que de vez en cuando estornudaba alguna que otra casa enferma por las explosiones y los disparos pero engalanada con banderas victoriosas.

La multitud, cansada ya de combatir y padecer, había aplaudido a un ejército entrante, que sonreía y saludaba, como creyendo que en vez de en tanques, llegaban a lomos de elefantes de circo.

Reunidos en la Plaza Mayor, gentes y militares escucharon el discurso del nuevo caudillo. Un nuevo dictador de vieja escuela -un tipo entusiasmadamente duro y sin tiempo para coñas, muy bueno en lo suyo: matar- que ante los micrófonos de la tribuna presidencial se enorgullecía de haber vencido cuando las estadísticas estaban en su contra y los números parecían darle la espalda. Un nuevo dictador de vieja escuela, que ante una ciudad perpleja, prometía fusilar a todo enemigo, empezando por los libros de matemáticas y siguiendo por todo aquel que supiese cuánto suman dos más dos.

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