lunes, 13 de noviembre de 2017

Pereza: Meditabunda Jacinta

Para pecar de lujuria, visita la entrada anterior: Lujuria

Jacinta vive en el bosque, en la frondosa cima de la montaña que una vez subió. Desde la cumbre divisa la cadena montañosa que se rinde a sus pies y el pueblo engarzado en el valle. Desde allá abajo la pueden ver con prismáticos, desnuda y sentada en la posición del loto sobre una roca.

Nadie entiende los motivos de Jacinta para haberse quedado en la montaña. Tampoco se atreven a ir a buscarla, ya que el camino es difícil y se dice que la montaña está encantada. Y a falta de más explicación suponen que esos mismos encantamientos son los que la retienen en lo alto, sentada y desnuda, con calor o frío.


Por encantamiento o no, Jacinta sigue en lo alto. Medita sentada al sol durante el día, y a las estrellas, durante la noche. Las pocas veces que se levanta para caminar es para llegar al lago cercano en el que se baña de vez en cuando.

Jacinta no come y lo poco que bebe es la lluvia que cae. Gracias a una técnica especial de meditación se alimenta de lo que respira y del sol que toma. Pero Jacinta se duerme mientras medita y no metaboliza bien el oxígeno ni la luz de las estrellas. Cada día que pasa, más duerme y peor respira. El lago le parece lejano y ya no acude a él. Al pueblo, apenas lo distingue cuando reúne fuerzas para entreabrir los párpados. Y el cuerpo cada vez le pesa más.

Jacinta, sentada en la posición del loto y desnuda, sólo duerme. Sigue sin comer, ni beber y apenas respira porque se está convirtiendo en piedra. En una bella y perezosa estatua que corona la montaña. 

jueves, 2 de noviembre de 2017

Lujuria: Idelfonso, el centauro

Con este relato pretendo iniciar una serie de 7 relatos. Uno por cada pecado capital. No hay en este relato enseñanza religiosa alguna, por lo que, como se suele decir: "cualquier parecido con la realidad es pura coincidiencia".

Idelfonso es uno más en la multitud. Su condición de centauro, mitad hombre y mitad caballo, sólo se aprecia en un segundo vistazo, pues de cintura para arriba es tan humano como el que más. Viste elegante cuando lo ocasión lo requiere, y cumple las normas sociales.

Su parte equina toma el control cuando hace deporte. Relincha al levantar pesas y salta la red de la pista de tenis si es que así se lo pide el cuerpo. Hay a quien lo desprecia por estos detalles de animalidad. También hay quien lo juzga más humano por estas salidas de tono.

Idelfonso vive en la ciudad, pero los fines de semana se va a su casa de campo. Aprovecha entonces para correr desnudo por la montaña, para liberarse como caballo. Huye de cuanto humano ve, galopa la montaña, bordea los acantilados. Y persigue a las manadas de caballos salvajes, hasta integrarse en el grupo.

No es fácil relacionarse con caballos. En la tierra de los centauros no tenía esa necesidad, pero siendo emigrante en país humano, ha de conformarse con lo que hay: humanos y caballos. Con los humanos puede hablar, pero en sus interacciones con caballos, esa opción no es la que mejor resultado le da. Mejor golpear, relinchar y aparearse en cuanto tiene ocasión. Esto le acarrea coces por parte del cabeza de manada y golpes de los dueños de los caballos. Pero el riesgo merece la pena.

Cuando cae la noche, de vuelta a su establo, se deja caer por los establos vecinos. Con suerte se encuentra una yegua atada, indefensa ante los deseos de Idelfonso. Ambos relinchan, los perros ladran y los dueños se enfurecen. Idelfonso se marcha al galope en cuanto oye pasos humanos. Piensa que este riesgo también merece la pena.

Pero con el tiempo hay yeguas que dan a luz centauros y entre los vecinos reina la preocupación, pues no es lo mismo ser dueño de un potro que de un centauro, que habla y razona como un humano.

Todas las miradas se dirigen hacia Idelfonso y puestos de acuerdo, deciden atrapar al centauro.

Idelfonso, cansado y desfogado, duerme cuando los vecinos entran en su establo. Cuando vuelve en sí ya es tarde. Le han atado las manos y puesto cepos en las patas. Un hierro candente se aproxima a sus cuartos traseros. Idelfonso grita de dolor y, en vano, trata de oponer resistencia. Grita y grita…y el dolor continúa cuando ya han apartado el hierro. La marca indica que no pertenece a nadie en particular, sino a la aldea.


Lo liberan, pero con cepos en las patas y atadas las manos, apenas puede moverse. Ya no puede aparearse, apenas puede comer. Y poco a poco va muriendo. Idelfonso se pregunta qué será de los pequeños centauros. Nunca los ha visto en la manada. Nunca los verá.