Otro capítulo más de "Las aventuras del príncipe desencantado". Al igual que los anteriores, es independiente del resto de la "saga".
Un
sapo gordo y húmedo, con aspecto de malhablado, se asomó de entre los juncos, y
a la luz de la luna comenzó a croar. Al poco, la princesa Bernalda, recién
prometida con un futuro rey rico y feo, llegó al jardín a llorar sus penas.
Necesitaba aire. Y que la luna o las estrellas, la suave brisa o el croar de
las ranas, le susurrasen cómo evitar el matrimonio con el príncipe Gundar.
Se lamentaba a la orilla de estanque, cuando Quintián, el sapo, brincó a su vestido. ¡Croac! Bernalda lo miró y, distraída, lo rascó entre los ojos. Incluso ella misma exclamó un croac desganado.
¡Croac! Insistió Quintián. La princesa tomó al batracio entre sus manos. Lo miró con cariño y lo acercó a su oído. Nada. El sapo no sabía cómo evitar la boda. Bernalda suspiró, y, antes de devolverlo al agua, agitó a Quintián como si fuese un puchero. Quizás el sapo sí tuviese una solución pero estuviese atascado. Volvió a menearlo y posó su oreja en la barriga de Quintián. Para su sorpresa, el sapo susurró algo y a continuación saltó a tierra.
Desde el suelo le hizo una seña para que se agachase.
-Princesa –dijo
el sapo-, puedo salvarte si me besas.
Bernalda miró a
su alrededor, precavida. Pensaba la princesa que si cedía y resultaba ser un
batracio mentiroso, no se libraría de la boda. Y cualquier delator la apodaría
la princesa besa-sapos. Sin embargo, si el sapo decía la verdad, un beso era un
pequeño precio por librarse de Gundar. Merecía la pena arriesgarse.
La princesa
Bernalda se agachó y estiró los morros. Quintián se acercó con andares de sapo
y de un salto aterrizó en los labios de Bernalda, que cayó hacia atrás, a la
charca. Directa al fondo. A salvo de Gundar y a merced del sapo Quintián, amo
del estanque.